Hace muchos años sufrí un período de adicción al trabajo bastante duro. Era profesora de danza y tenía unos veinte grupos semanales de una veintena de mujeres cada uno. Mi perfeccionismo me torturaba intentando ser la profesora más didáctica y divertida, y todo el dinero que ganaba lo gastaba en formación y viajes para ampliar mis conocimientos; tanto en la técnica de la propia danza como en la mejor pedagogía. Toda esa formación no saciaba mi sensación de necesitar más, de que no era suficiente. Aunque llegó un punto en el que sentí que no aprendía mucho y dejé de recibir más formación de danza, pero seguía formándome en otras disciplinas. En ese momento estaba preparada para organizar cursos, formación para profesoras de danza, abrir mi propia escuela, crear una compañía o cualquier otro movimiento lógico acorde a la evolución de mi carrera, pero permanecí dando clases de danza en centros cívicos y escuelas donde ganaba poco. Me quedé en un discreto lugar donde no llamar mucho la atención y donde estuve forzando mi cuerpo, sin escuchar sus límites, hasta que las rodillas me dieron un toque de atención.
Gracias a la terapia Gestalt inicié un proceso de toma de conciencia que me permitió trabajar de una manera más vivible y empezar a definir mis límites sanos. Hoy día, acompaño a mujeres por trayectos parecidos y reconozco, en ellas, el tremendo sufrimiento que generan estas experiencias.
El sentir un entorno competitivo entre mis colegas de danza hizo que lo percibiera como hostil y no quisiera entrar en la noria. Lo veía desde fuera como una guerra de egos que, aderezado por el foco en la apariencia, las actuaciones y las lentejuelas, me producía pereza y miedo por igual. Hasta tal punto que boicoteé alguno de mis espectáculos, con la estrategia inconsciente de la procrastinación y alguna que otra lesión, para no mostrar todas mis habilidades en público. Ahora entiendo mi comportamiento, en ese momento lo sufrí.
Sentir que una no es capaz, que “no es suficiente”: suficientemente inteligente, profesional, rápida, competente a pesar de estar objetivamente capacitada, es un mal que sufre el 70% de la humanidad en algún momento de su vida. En mi caso no me sentía una mala bailarina, ni una mala coreógrafa, ni siquiera una mala directora escénica, pero la procrastinación ha sido mi compañera de baile gran parte de mi vida y ha ido boicoteando el mostrarme al mundo en tantas ocasiones, que al final empecé a creer que no sería capaz de terminar ningún proyecto. Esa creencia puede paralizarte a nivel laboral y/o personal consiguiendo que pierdas la confianza en ti e incluso el sentido vital.
¿Para qué empezar si no tienes confianza en que puedas terminarlo?
Pauline Clance y Suzanne Ines, investigadoras de la Universidad de Georgia, pusieron el nombre de “síndrome del impostor” o “farsante intelectual” a estas vivencias, cuando descubrieron que la mayoría de las mujeres, dentro del mundo académico, sentía que sus logros se debían a la suerte o al error de otra persona. Temían ser desenmascaradas por no estar lo suficientemente preparadas para su puesto, temían parecer un fraude, y no se sentían merecedoras del reconocimiento si habían conseguido ser exitosas.
Clance y Ines lo atribuyeron a la presión y competencia que vivían esas mujeres al estar en minoría en entornos tradicionalmente masculinos: academia, puestos ejecutivos, entornos competitivos. Es de difícil diagnóstico pues son situaciones que se viven en soledad, y a veces de manera muy sutil.
Personalmente, no me gusta acotar una vivencia determinada por la definición de una etiqueta, pero he experimentado que, en general, alivia poner un nombre a alguno de los pasos del trayecto. Nos permite dividir el proceso y clarifica nuestra mente apolínea.
Hace ya unos años que doy charlas y talleres vivenciales sobre el síndrome de la impostora, y veo que las mujeres rechazan el término ya que lo relacionan con mujeres malas, mujeres que engañan conscientemente, que mienten, y se nos ha enseñado que eso no somos nosotras: nosotras somos mujeres buenas, niñas buenas. Pero cuando les explico que alguna de las causas son el perfeccionismo y la poca autovaloración, se identifican. La falta de autoestima está aceptada entre las mujeres, es algo casi esperado en el discurso social. Al contrario que con los hombres, la ambición y la autovaloración no están tan permitidas, quizás un poquito, lo justo para no destacar en exceso; la ambición discreta, podríamos llamarlo.
Por suerte, en los últimos años, esto va cambiando. Aún así son muchas las que se identifican con el arquetipo de la mujer sacrificada; la que deja sus necesidades en última posición. Generaciones de mujeres translúcidas, transparentes, incluso invisibles. Mujeres que negarán automáticamente un halago: “pues la falda es de rebajas”, “como voy a tener buena cara si no me he maquillado”, “si lo sé hacer yo, lo sabe hacer cualquiera”.
Uno de los peligros de normalizar la falta de autoestima es que me creo que no soy suficiente, pero también quiero ser suficiente, más aún: quiero ser especial. En muchos casos, esta exigencia viene condicionada por la mirada que se tuvo en la infancia. Etiquetas como “la inteligente”, “la hermana de la inteligente”, “la guapa” empujan a ser potenciadas o desmontadas. Una suerte de introyectos que nos persiguen, invisibles, en la mayoría de los casos. También puede afectar las vivencias generacionales, como la presión sobre los “millennials” a impactar y destacar sobre la multitud, por ejemplo, o la influencia de las redes sociales en el juego de las apariencias. Y ahí está la pesadilla, el tormento: quiero conseguir el logro, me empujo a ello, pero me boicoteo; dejo el trabajo, digo que no al nuevo cargo, no negocio mis aumentos, me freno en los estudios o los dejo, procrastino para no dar lo mejor de mí o me sobresfuerzo. Esta última, es una de las estrategias más habituales. “Si no tienes confianza, siempre encontrarás una manera de no ganar” decía el atleta Carl Lewis. Y esta falta de confianza, a veces es tan sutil, que funciona como una especie de maldición que se nos hace incomprensible. A veces los boicoteos nos parecen tan externos que es fácil justificarlos, lo que sea para no enfrentarnos a nuestros posibles éxitos.
Aunque el síndrome del impostor no tiene género, los datos nos dicen que son las mujeres quienes lo sufren más. Está claro que el vivir en un sistema patriarcal afecta a la distorsión de la percepción que se tiene de una misma: diferencia salarial, difícil conciliación, techo de cristal, exigencias de la imagen corporal, cosificación, hipersexualización, estereotipos de género, mitos románticos, violencia de género, machismo… La educación, la cultura y los mensajes que aprendemos a medida que crecemos son, disimulada o descaradamente, estereotipados.
Desde pequeñas, a través de diferentes fuentes: cuentos, películas, publicidad, juguetes, mensajes en camisetas, recibimos la idea de que los protagonistas hombres triunfan por sus méritos, mientras que las protagonistas mujeres lo hacen gracias a otros personajes -normalmente hombres- o gracias a la magia, el destino u otra situación externa a sus capacidades. Es lógico, entonces, que las mujeres duden de sus propios éxitos.
Los estereotipos que relacionan capacidades de alto nivel intelectual, mayoritariamente con hombres y no con mujeres, empiezan a influir en las niñas a partir de los seis años. Lin Bian y Andrei Cimpian lideraron un estudio, en la Universidad de Ilinois, para medir estos estereotipos que tendrán impacto a largo plazo en las elecciones, intereses y percepciones de las niñas y mujeres. Les contaban a niños y niñas de diferentes edades una historia sobre una persona muy inteligente: las niñas y niños de cinco años no lo asociaban a un solo género, pero a partir de los seis años, las niñas tenían menos probabilidades de asociar persona muy inteligente al género femenino. En otro experimento se les presentaban dos juegos innovadores: uno para niños “muy, muy listos” y otro para “niños que se esfuerzan mucho”. A los cinco años no había diferencia, pero a partir de los seis años, las niñas ya estaban menos interesadas en el juego para inteligentes y escogían el de esforzarse mucho.
Estos hallazgos sugieren que las nociones de brillantez de género se adquieren temprano y tienen un efecto inmediato en los intereses de los niños y niñas. Las niñas comienzan a evitar actividades para niños que son «muy listos» y empiezan, preocupantemente pronto, a no identificarse con “inteligencia”, pero sí con “esfuerzo”.
Esto es algo que se repite bastante entre las mujeres que vienen a los grupos. Cuesta ponerlo en conciencia, pues aprendieron que “debían poder con todo”, ser autosuficientes, entendiendo que era lo que se esperaba de ellas, y temiendo confrontar esa fantasía. Muchas se enorgullecen de ser muy trabajadoras: “soy muy curranta”, se venden en las entrevistas de trabajo; “la que entra primero y se va la última”; “nunca pido ayuda”; considerando el sobresfuerzo y el vivir sobrepasadas e insatisfechas como un estado natural. Como si el estar desconectada de sus límites y sobrepasarlos fuera motivo de orgullo, desnaturalizando sus verdaderas posibilidades, cronificando situaciones de burnout y/o depresión. Cuando ya llevan años sufriendo situaciones de anestesia para poder seguir trabajando, la mujer olvida incluso lo que le gustaba de ese trabajo, si es que le gustaba algo, convirtiendo el horario laboral en una verdadera pesadilla.
Este sobresfuerzo me recordó a los gatos que se defienden erizando los pelos del lomo y de la cola, arqueando la columna para parecer más grandes de lo que son. Y esto es lo que parecen hacer algunas mujeres en estas situaciones: hacen más de lo que pueden como respuesta compensatoria. Esta experiencia se suele vivir en secreto, a solas, pues es difícil medir lo costoso que es el trabajo para los demás, pero tienen la tendencia a creer que para
ellas siempre será más costoso llegar a lo esperado. Por eso es un buen comienzo compartirlo y empezar a visibilizar el cansancio.
Es importante dignificar ese cansancio, hacer las paces con el cuerpo, tomar conciencia y dejarlo descansar cuando lo necesita. Muchas mujeres no se lo permiten, el perro de arriba les grita tantos “deberías” y “no seas vaga” que incluso tienen dificultad para descansar por las noches. El contacto con el cuerpo se convierte en una exigencia más: “no puedo permitirme sentir cansancio ni malestar si tengo trabajo”, y a eso le suman la exigencia
de la apariencia física, pues la publicidad les dice que su cuerpo es imperfecto; que tienen que borrar arrugas y pelos; disimular curvas y fluidos; incomodarse por sus ciclos naturales y luchar contra los movimientos hormonales, su efecto en emociones y nivel energético. ¡Cuánta
presión!
El principal problema, entiendo, es esa continua lluvia de mensajes sobre cómo debo ser, en vez de validar quién realmente soy. En este juego, muchas mujeres añaden a la relación con su cuerpo vergüenza y culpabilidad, en vez de placer y libertad. El resultado es una desconexión cargada de exigencia y hasta lucha y/o rechazo. Es triste pensar que son influencias externas las que consiguen que muchas desconecten de su interior y no sean capaces de validar su verdadera fuerza.
Como en las historias de nuestra infancia, algunas mujeres con éxito lo atribuyen a circunstancias externas; viven incómodas con sus logros. De un tiempo a aquí, algunas de ellas han empezado a visibilizar sus experiencias hablando del síndrome de la impostora. Mujeres como Sheryl Sandberg, directora operativa de Facebook, o Maryl Streep, reconocida actriz, han compartido esta sensación de fraude o duda en cuanto a sus capacidades profesionales.
El conocer sus límites, decir: “hasta aquí, esto es suficiente, esto está bien”, desde la autenticidad, parece la gran cuenta pendiente para muchas mujeres. Antes de ser profesora de danza me había formado en arte dramático, y el teatro me enseñó a anclarme en mi cuerpo para viajar, a veces, hasta terrenos sombríos, para poder regresar a mi centro sin desestructurarme. Más tarde recuperé esa orientación e intento acompañar a otras mujeres en ese apasionante camino de reencuentro.
El sistema donde vivimos también nos da a entender que el espacio externo no es del todo seguro para nosotras; nos repite que tenemos que aprender a ir con cuidado, en vez de educar a otros, respetarnos. Pero el espacio interno sólo es nuestro, y es allí donde reside nuestra verdadera seguridad.
En los momentos más confusos de la vida hay que volver al centro. Al centro geográfico, diría yo. Al cuerpo. Sólo el cuerpo me muestra hasta dónde puedo llegar y cuándo parar. El sobresfuerzo que hace que trabaje sobrepasando mis límites, para contentar lo que
los demás esperan de mí, desoye mi cuerpo y mis intereses vitales.
Cuando recuperamos la comunicación con nuestro instinto, empezamos a comprender que nos hemos estado engañando; que quizás sí que fuimos unas impostoras.
Es entonces cuando podemos empezar a disfrutar del ronroneo de la gata arqueada.
Esther Burgos: Creadora de Serendipia.org (Education and awarness programs), formadora de formadores, terapeuta corporal y gestáltica, con 25 años de experiencia coordinando grupos de desarrollo personal y movimiento para mujeres